Del otro lado de la valla

6 Dic

El conflicto es un gran maestro, aunque por desgracia siempre que es posible le rehuimos. Le tememos como si del mismo demonio se tratara cuando, según observo, es natural a nuestra existencia. El acuerdo, la armonía, son apenas suspiros que interrumpen la perpetua lucha.

Pensar que el orden, la armonía y el acuerdo son moralmente superiores al desorden, al caos y al desacuerdo podría estarnos empujando a una neurosis colectiva de preferir negar lo evidente. Quizá sería más sano asumir no sólo la inevitabilidad, sino la necesidad de la fricción, de la ruptura, para que el movimiento y la regeneración se produzcan. De lo contrario nos instalamos en una caricatura teatral del individuo ejemplar en una sociedad igualmente ejemplar.

Entendernos seres en conflicto, con miradas individuales y con derecho a compartir nuestras aspiraciones nos reintegra a la vida política.

El problema más elemental de nuestra democracia es que no existe lugar para que el ciudadano común proyecte su opinión y participe así en algún conflicto de trascendencia pública. La representación democrática es un rotundo fracaso del sistema liberal.

Es decir, una tunda nos cae encima y no existe espacio para hablar de ello, ni para plantear alguna salida de emergencia, ni siquiera para ponernos a salvo. El ciudadano sin un espacio para plantear a su sociedad sus ideas y sus propuestas de acción está condenado a la implosión. En otras palabras, está obligado a verter su frustración y hartazgo sobre su esfera privada y a asumir una suerte de parálisis que lo convierte en mero observador. En suma, somos fácilmente arrastrados a donde no queremos ir.

El ejemplo más cercano es la próxima aprobación de la reforma energética con la que prácticamente se entrega el petróleo y el gas en territorio mexicano a la corporación que pueda extraerlo, sin importar los riesgos ambientales y la violencia social relacionada con esta «licencia» para saquear.

En este espacio ya he compartido mi opinión sobre esta desastrosa decisión desprovista de toda ética hacia las generaciones venideras, por lo que me abocaré a revisar qué lugar ocupa el ciudadano común en este conflicto.

Es muy probable que usted, estimado lector o lectora, tenga una opinión informada e incluso apasionada sobre esta próxima reforma. Quizá vertió su punto de vista en alguna red social o en la mesa familiar, pero no tuvo oportunidad de llevar su opinión a un espacio público, algo más cercano al «ágora» de la antigua Grecia, en donde los asuntos públicos se discutían cara a cara.

Estos espacios públicos, que antes relacionábamos con las plazas, los zócalos, en donde idóneamente el argumento más racional vencía sobre el argumento inconsistente, es ahora un set de televisión.

La discusión se ha llevado a un espacio privado en donde sólo las «voces autorizadas» tienen lugar. El ciudadano común es, de nuevo, observador de una realidad producida en la que sencillamente no aparece, ni hace falta.

Los argumentos esgrimidos en televisión son asumidos como los únicos que existen, lo que empobrece nuestra vida democrática, pero da cuenta de la importancia de la publicidad. La tecnología ha facilitado que podamos hacer público o socializar información, ideas y argumentos en tiempo récord. Quizá es momento de que la televisión sirva a la sociedad mexicana.

La forma más sencilla es que los canales de televisión estatales se conviertan en esta suerte de ágoras ciudadanas con el primer objetivo de resguardar la memoria de nuestros desacuerdos locales y nacionales, y de las soluciones que planteamos.

Mientras observo el búnker en el que se ha convertido el Senado, y escucho la prepotencia del Senador Emilio Gamboa que «amenaza» con aprobar este domingo la reforma energética, confirmo qué fácil ha sido olvidarse de nosotros cuando no nos ven ni nos oyen.

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