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Una de fut

20 Jun

En la que parecía la última oportunidad de gol frente a Brasil, ya en los 5 minutos finales del partido, cuando el balón pateado se levantó sobre nosotros como la última esperanza en vuelo, salté de la silla y grité quién-sabe-qué-cosa cargando mi ser en vilo.

Pero nada. Regresé entonces sobre mis pasos a mi asiento, junto a miles, quizá millones, maldiciendo entre dientes nuestra suerte. Ante mi desconcertado marido sólo pude decir: fue la pasión del futbol.

Pero ¿qué es esa pasión que consigue doblegar a los críticos del «opio del pueblo»?, ¿ante qué estamos realmente? ¿Somos víctimas de la millonaria publicidad de una fiesta que reproduce valores neoliberales o más bien tomamos parte de esta fiesta a pesar de la violencia que encarna, porque despierta en nosotros afectos y lazos cuasirreligiosos?

El análisis de este fenómeno no ha sido lo suficientemente atendido por las ciencias sociales a pesar de formar las identidades colectivas de barrios, clubes e incluso naciones, de marcar los ritmos de la política local y de ser un dispositivo de cultura global dirigido por poderosas marcas.

Para advertir las implicaciones del futbol en nuestra experiencia cotidiana tendríamos que despegarnos del nivel de cancha y reconocer su poder simbólico.

Este poder subjetivo a veces fluye a contrapelo de uno de los negocios más lucrativos del mundo, pero la mayor parte del tiempo el poder simbólico del juego, sus conexiones antropológicas tribales, el instinto guerrero que despierta, la necesidad psicológica que satisface de inventarnos un enemigo, y los mecanismos de válvula de escape que representa, propios de los rituales religiosos más antiguos, son aprovechados por un mercado que nos vende el derecho a «descansar consumiendo» y que ofrece a la venta la sensación de formar parte de algo superior.

En su ensayo «Deporte o religión: un análisis del futbol como fenómeno religioso» (1998), los autores Roberto Cachán y Óscar Fernández trenzan dos esferas que parecían distantes, lo sagrado y el futbol.

El manejo ceremonial del tiempo, la energía libidinal con su apremio de muerte, el sufrimiento como antesala de la alegría, el poder del árbitro para dar a las apariencias un sentido de verdad, el balón como centro espiritual y, en general, los seguidores uniformados litúrgicamente para el ritual, activan en nosotros un recuerdo antiguo y poderoso.

Eduardo Galeano escribe en «El futbol a sol y sombra» (1995) que el negocio de este deporte es un triste viaje del placer hacia el deber. Los megaeventos comerciales no se organizan para jugar, sino para evitar que se juegue.

Esta distancia entre un juego libre y otro meticulosamente producido la encarnarían respectivamente «Garrincha» o Pelé, frente a los modelos actuales de Beckham o Cristiano Ronaldo.

Al hablar de este viaje del placer al deber no podemos pasar por alto la forma ruin en la que las demandas legítimas del pueblo brasileño fueron arrasadas por una aplanadora sin freno de mano.

No podemos dejar de ver cuán repudiable puede ser una fiesta autoritaria, que se impone por las buenas o las malas, dejando a su paso una historia de violencias y despojos que estamos obligados a reconocer.

Los estadios, y en general el espectáculo del futbol, prestan un servicio excepcional a las sociedades industriales.

Es el único espacio en donde los trabajadores, y en particular los hombres, tienen permiso de verter sus pasiones, de hacer públicas sus emociones, de llorar si así lo quieren, sin ser señalados -qué espanto- de femeninos.

Esto podría generar la sensación de rebeldía o de ruptura con el orden establecido, pero es pura ilusión porque la libertad no necesita de ser autorizada.

La pasión del futbol no es de ninguna forma racional, pero vale la pena observar cómo opera en cada uno de nosotros para así distinguir lo que nos gusta de lo que nos repugna.

Sin este ejercicio crítico, el futbol está condenado por sus propios seguidores a convertirse en una industria antisocial.

Columna publicada en el periódico El Norte, el 20 de junio de 2014, en Monterrey, México.