Perfumado jardín

7 Jul

Para Claudio Tapia

Terminé de releer Lighea, de Lampedusa. Es apenas la segunda vez que disfruto esta colosal historia. Hace cuatro años me cimbró de una forma tan distinta que desde este momento ya disfruto la próxima experiencia, pero en fin. De esto no es de lo quiero escribir, aunque sí. En lo profundo todo se conecta. Advierto con esta primera licencia de despiste que este texto no será ni conciso, ni simpático. Quien lo lea se podrá sentir extraviado en mi desorden aunque a cambio prometo que seré sincera. Sólo de eso me preocuparé. Es decir, me adelanto a asegurar que este ensayo sólo tendrá valor para la gente que guarda por mi afecto. Y eso está bien porque lo que quiero decir es una declaración amorosa, que precisa de cierto clima íntimo, de mutuas dispensas. Quiero hablar de los amigos y amigas que me superan por más de veinte -¿treinta? ¿cuarenta?- años en edad. Voy a escribir de la historia de Corbera, su amigo senador y su sirena Lighea, del amor intergeneracional que me honra y del pequeño concierto ofrecido por la agrupación Quo Vadis, en conmemoración al concierto que fue y no fue, y que hoy se recuerda como el mítico “concierto blanco” sucedido, como algunos sostienen, hace cuarenta años en el palacio de gobierno del estado. De eso hablaré. Son tres partituras diferentes pero estoy decidida a mezclarlas.

No me siento con edad. Desde pequeña tuve problema con esto del conteo de años y las estafetas que uno debía ir recolectando al recorrer la línea del tiempo. Siempre fui la chica “más madurita”, en la que la mirada de los profesores podía descansar algunos segundos. Siempre he parecido de más años, incluso, al llegar a Monterrey, mis compañeritas de quinto de primaria murmuraban que yo mentía, que en realidad tenía catorce años. En fin, pero no entremos en el oscuro cuarto del melodrama biográfico. Salgamos. Luego llegó la invitación a escribir en las páginas editoriales del periódico cuando apenas cumplía los 17 años. Esto, y lo que se construyó encima, fue borrando los significados de la edad, como se olvida una frontera sin vigilancia. Desde entonces he gozado de la compañía de amigos sui géneris que, sin decir enseñan y sin apretar abrazan. Amigos y amigas que se muerden los labios para no arbitrar ni juzgar las decisiones que voy tomando en este viaje, tan único como el suyo. Reconozco cómo se disciplinan antes de mofarse o de darme unas palmaditas sobre la coronilla; me admira cómo han dominado a la fiera que les sugiere tratarme como discípula y, por si esto fuera poco, los he visto defenderme, no a mis causas, ni a mis oficios, sino a mi, a Ximena, su amiga. Lamento parecer a algunos la ingenua pescadora de hilos negros, tal vez no sea extraodinario lo que cuento pero me sigue causando asombro. Porque no es común encontrarse en cafés o en parques a un par de amigos que comparten secretamente la opción por la libertad, escapistas de los cómodos compartimentos de la edad. Dice el poeta Jorge Luján, “mi cuerpo se pone viejo, yo no me pongo nada”. El cuerpo es un engañabobos. Conocerse es otra cosa. Lo han dicho otros con hermosas palabras, entre mis definiciones favoritas, la de Pedro Salinas: “Yo no necesito tiempo para saber cómo eres: conocerse es el relámpago”. Así que, si puedo jactarme de haber emprendido algún tipo de resistencia política es esa, justamente, no creer en los cuerpos. Gozo cuando mi cachorro interior se encuentra con el cachorro del otro o de la otra y juegan a morderse los tobillos, a corretearse, a bajar en picada por una cuesta. Gozo cuando los cachorros están ávidos de juego, y cuando sólo quieren tumbarse al sol, y me frustro cuando en vez de eso, encuentro represión. Pero la puerta de las quejas y proyecciones tampoco la voy a traspasar, no diría nada nuevo.

Lampedusa proyecta en Lighea una luz sobre esos amores poderosos, que arrebatan el espíritu y lo devuelven transformado. Como un evento marino. Historias de amor casi incompartibles, que al explicarse pierden algo de su magia. Por eso no caeré en el error de repasar con mis patotas la delicada prosa del autor. No. Hablaré sólo de la amistad entre el senador La Cuira, de 75 años, y el narrador, un joven de apellido Corbera, querendón, confundido y sediento, que ha tenido la gracia de caerle bien al caballero. Para que entre los dos se levantara un jardín perfumado, hubo que no dar importancia a la altanería típica de sus edades. Hubo que cavar muy hondo dentro, más adentro de sus miradas, fobias y filias. Hasta que se encontraron de pronto como hermanos, repasando los colores del paisaje siciliano que ambos compartían como pequeña patria. No fue necesario extender lecciones ni intercambios teóricos, ni debatir sobre autores. Hizo falta, tan sólo, escuchar cómo el otro hablaba del mar de Sicilia para saberse juntos. Bastó levar anclas sobre el mismo oleaje de la infancia para sentirse compañeros de butaca en un tren que nunca supieron dónde abordaron ni porqué. Así nacen los amigos. Hijos de un mismo relámpago.

Por eso, cuando segundos después de que Alfonso Teja saltara de rodillas en el escenario y yo fuera conciente de mi estar: de pie, con la quijada completamente abierta y las manos tapándome medio rostro, intervenida, asaltada y feliz, supe que tenía que agradecer a Quo Vadis el regalo de instalar un breve y mágico contrato. Interpretaban una espiral melódica que se va prendiendo fuego así misma : The House of the Rising Sun. Me sentí dichosa. Una dicha clarísima, inobjetable, como cuando lo sabes con el corazón. La interpretación de la banda nos convocó a ocupar un espacio muy reducido, en donde sólo nuestros espíritus cabían. Nuestros cuerpos permanecieron ahí, sentados en el bar, palpitantes y temblorosos, pero nosotros habíamos partido a otro lado. Fuimos por unos minutos un grupo viajero. Toda la carga de la canción fue repartida sin distingos. Nos convertimos en un coro juvenil, atemporal e irrepetible. Entonces me dolí por la falta que nos hemos hecho. Porque las generaciones construimos nuestros islotes lanzándonos piedras unas contra otras y porque, a estas alturas, nuestros diminutos saberes parcelados nos han hecho creer que la edad nos separa. 21 Febrero 2012

Adendum: Este texto lo dediqué en su momento a mi amigo Claudio Tapia pero nunca fue publicado. Hoy en su cumpleaños lo comparto como una forma de unirme a la celebración de la gente que tanto lo quiere. Claudio ha construido muchos jardines en su vida. Con cada amigo ha construido un resguardo propio. Y en su familia tiene un verdadero Edén. El nuestro, sin duda, es un jardin perfumado. Mi querido Tapia, ya nomás para cerrar: es un privilegio ser tu cuate. Nunca te voy a confesar todo lo que he aprendido de ti porque te chiflarías, y ya estuvo bueno. Te abrazo con una añoranza de las buenas. No sabes cuánto quisiera estar hoy festejando contigo. ¡Salud!

El retrato que acompaña este texto es una de mis poquísimas joyas. Es un retrato de Rodrigo Llaguno.

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